sábado, 29 de mayo de 2004

Aprender sin límites

Es común escuchar la expresión: “Estoy llevando una vida de perros”. Sin mas comentarios les comparto este escrito que encontré por ahí:

“¿Alguna vez has intentado actuar con filosofía canina? Inténtalo:
Nunca dejes pasar la oportunidad de salir a pasear.
Experimenta la sensación del aire fresco y del viento en tu cara solo por placer.
Cuando alguien a quien amas se aproxima, corre para saludarlo y muéstrale alegría por su llegada.
Cuando haga falta, practica la obediencia.
Deja que los demás sepan cuando están invadiendo tu territorio.
Siempre que puedas toma una siesta y estírate antes de levantarte.
Corre, salta y juega diariamente.
Sé siempre leal.
Come con gusto y con entusiasmo, pero detente cuando ya estés satisfecho.
Nunca pretendas ser algo que no eres.
Si lo que deseas esta enterrado, cava hasta encontrarlo.
Cuando alguien tenga un mal día, guarda silencio siéntate cerca de él y trata de agradarlo.
Evitar morder cuando la cuestión pueda solucionarse con un simple gruñido.
En los días cálidos, acuéstate sobre tu espalda en el césped.
En los días calurosos, bebe mucho agua y descansa bajo un arbol frondoso o en tu rinconcito preferido. Cuando te sientas feliz, baila y balancea tu cuerpo.
Ni importa cuántas veces seas censurado, no asumas culpas que no te pertenecen, no guardes ningún rencor y no te entristezcas, corre inmediatamente hacia tus amigos.
Alégrate con el placer de una caminata.
Mantente alerta, pero tranquilo.
Da cariño con alegría y deja que te acaricien los que te quieren bien”.

¿Qué tal, ah? ¿Podemos aprender de los perros. ¿O no?

Su nombre era Fleming

Su nombre era Fleming, y era un pobre agricultor escocés. Un día, mientras trabajaba en el campo, oyó una llamada de auxilio, en la forma de un llanto, que provenía de un ligar cercano. Él soltó sus herramientas de trabajo y corrió hacia el lugar.
Allí, atascado hasta su cintura en un lodo negro, estaba un aterrorizado muchacho, gritando y tratando de liberarse. El granjero Fleming salvo al muchacho de lo que pudo haber sido una terrible y lenta muerte.
Al día siguiente, un lujoso carruaje se estaciono en frente de la granja de los Fleming. Un hombre noble, elegantemente vestido se bajó del carro y se presentó como el padre del chico que le granjero había rescatado el día anterior.
“Quiero recompensarlo ” dijo el hombre noble, “ Usted salvó la vida de mi hijo”. “No, no puedo aceptar pago por lo que hice”, respondió el agricultor escocés, declinando la oferta. En ese momento, el hijo del granjero se asomó a la puerta. “ Es ese su hijo”, pregunto el hombre noble. “Si, respondió el granjero orgulloso” “Haré un trato con usted, déjeme proveerlo con el nivel de educación que mi hijo disfrutará. Si el chico se parece a su padre, no hay duda de que crecerá para ser un hombre del que los dos estaremos orgullosos”. Y así lo hizo.
El hijo del granjero Fleming asistió a las mejores escuelas y con el tiempo, se graduó de la escuela de medicina del Hospital de Santa María, y fue conocido a través del mundo como el notable Sir Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina.
Años después, el mismo hijo del noble que fue salvado desde el pantano, calló enfermo de neumonía. Lo que salvó la vida esta vez fue la penicilina.
El nombre del hombre noble?, Lord Randlph Churchil. El nombre de su hijo? Sir Winston Chuhrchil.

Dios es un pingüino

Rosa Montero

El otro día vi un documental en televisión sobre tortugas gigantes. En el momento de la puesta, la tortuga busca diligentemente un buen rincón de tierra llana, no demasiado lejos de la playa. Luego humedece el terreno con su orina, para poder excavar con más facilidad. Cava y cava y cava con sus patas delanteras, toda afanosa ella, sosteniendo en penoso equilibrio su corpachón, hasta conseguir un hueco lo suficientemente grande. Luego pone los huevos y, a continuación, se aplica a tapar el hoyo con sus patitas traseras, intentando disimular el agujero, alisando la superficie meticulosamente y, en el colmo de la astucia camufladora, colocando tierra seca por encima, para que los posibles depredadores no perciban la humedad de su orina, y cubriéndolo todo con ramitas y hojas.
Para mí, que no soy creyente, lo más cercano a la divinidad que puedo encontrar son estas complejísimas maniobras de supervivencia que realizan algunos animales, esta maravillosa sabiduría ciega. Y me estoy refiriendo a los bichos aparentemente más tontos. Porque hay muchos animales superiores que están muy cerca de los humanos en sentimientos, emoción e inteligencia: por ejemplo, la famosa gorila Koko, que aprendió el lenguaje de signos y que entiende y usa varios miles de palabras, puntúa entre 70 y 95 en nuestros exámenes de inteligencia, lo que quiere decir que si fuera una persona se la consideraría de aprendizaje lento, pero no retrasada. O sea, Koko posee una inteligencia humana. Los primates, los perros, los felinos, los cetáceos, los elefantes y muchas otras bestias desarrollan comportamientos de una enorme sofisticación que no me sorprenden nada, porque sé bien lo inteligentes que son. Pero el pasmo se acrecienta muchísimo cuando nos topamos con criaturas biológicamente lejanas a nosotros y a las que consideramos (tal vez por error) más bien estúpidas, y que sin embargo saben ejecutar actos admirables.
Por ejemplo: esa tortuga de carita de vieja y expresión obstinada, tan concentrada ella en la construcción de su espléndido nido. O las arañas, artesanas perfectas de unas geometrías de seda fabulosas. O los pingüinos, que por algo son llamados pájaros bobos: porque a los humanos nos parecen tontísimos. Sin embargo, los pingüinos de la Antártida son capaces de llevar a cabo un recurso de supervivencia fascinante. La cuestión es que los pingüinitos salen todos del cascarón más o menos en el mismo momento; en un par de días, cientos de miles de crías cubren el hielo austral. Los padres de los recién nacidos tienen que ir al mar para conseguir alimento para la familia, pero el problema es que el bebé pingüino moriría congelado con sólo permanecer durante un minuto a la gélida temperatura ambiental, que está a muchísimos grados bajo cero. Para evitar esta tragedia, los cientos de miles de bebés se apretujan unos con otros, formando una inmensa aglomeración; y los pingüinitos que están en la línea exterior rotan constantemente, para que sólo queden expuestos al frío durante unos segundos e inmediatamente vuelvan a sumergirse en la plumosa y cálida masa de sus hermanos. He aquí que incluso esos animalillos diminutos, esos bebés recién nacidos que apenas si son un puñado de temblorosa pelusa y media neurona de precaria inteligencia, son capaces de practicar un método tan ingenioso, tan disciplinado y tan solidario, para salvarse de manera colectiva.
Ya digo, para mí el único Dios que me puede caber en la cabeza es este bebé pingüino, este misterio maravilloso de la vida tenaz, esta sabiduría instintiva y formidable. Y lo único que me desconsuela de la contemplación de estos prodigios animales es la comparación con lo que somos. Porque esos pingüinos bobísimos son capaces de ayudarse mutuamente, pero los humanos, tan listos como nos creemos, tan ensoberbecidos como estamos, no hacemos más que destriparnos los unos a los otros en Irak, en Palestina, en Venezuela, en Uganda. No somos los reyes de la creación, sino el peor ejemplo.