sábado, 29 de mayo de 2004

Dios es un pingüino

Rosa Montero

El otro día vi un documental en televisión sobre tortugas gigantes. En el momento de la puesta, la tortuga busca diligentemente un buen rincón de tierra llana, no demasiado lejos de la playa. Luego humedece el terreno con su orina, para poder excavar con más facilidad. Cava y cava y cava con sus patas delanteras, toda afanosa ella, sosteniendo en penoso equilibrio su corpachón, hasta conseguir un hueco lo suficientemente grande. Luego pone los huevos y, a continuación, se aplica a tapar el hoyo con sus patitas traseras, intentando disimular el agujero, alisando la superficie meticulosamente y, en el colmo de la astucia camufladora, colocando tierra seca por encima, para que los posibles depredadores no perciban la humedad de su orina, y cubriéndolo todo con ramitas y hojas.
Para mí, que no soy creyente, lo más cercano a la divinidad que puedo encontrar son estas complejísimas maniobras de supervivencia que realizan algunos animales, esta maravillosa sabiduría ciega. Y me estoy refiriendo a los bichos aparentemente más tontos. Porque hay muchos animales superiores que están muy cerca de los humanos en sentimientos, emoción e inteligencia: por ejemplo, la famosa gorila Koko, que aprendió el lenguaje de signos y que entiende y usa varios miles de palabras, puntúa entre 70 y 95 en nuestros exámenes de inteligencia, lo que quiere decir que si fuera una persona se la consideraría de aprendizaje lento, pero no retrasada. O sea, Koko posee una inteligencia humana. Los primates, los perros, los felinos, los cetáceos, los elefantes y muchas otras bestias desarrollan comportamientos de una enorme sofisticación que no me sorprenden nada, porque sé bien lo inteligentes que son. Pero el pasmo se acrecienta muchísimo cuando nos topamos con criaturas biológicamente lejanas a nosotros y a las que consideramos (tal vez por error) más bien estúpidas, y que sin embargo saben ejecutar actos admirables.
Por ejemplo: esa tortuga de carita de vieja y expresión obstinada, tan concentrada ella en la construcción de su espléndido nido. O las arañas, artesanas perfectas de unas geometrías de seda fabulosas. O los pingüinos, que por algo son llamados pájaros bobos: porque a los humanos nos parecen tontísimos. Sin embargo, los pingüinos de la Antártida son capaces de llevar a cabo un recurso de supervivencia fascinante. La cuestión es que los pingüinitos salen todos del cascarón más o menos en el mismo momento; en un par de días, cientos de miles de crías cubren el hielo austral. Los padres de los recién nacidos tienen que ir al mar para conseguir alimento para la familia, pero el problema es que el bebé pingüino moriría congelado con sólo permanecer durante un minuto a la gélida temperatura ambiental, que está a muchísimos grados bajo cero. Para evitar esta tragedia, los cientos de miles de bebés se apretujan unos con otros, formando una inmensa aglomeración; y los pingüinitos que están en la línea exterior rotan constantemente, para que sólo queden expuestos al frío durante unos segundos e inmediatamente vuelvan a sumergirse en la plumosa y cálida masa de sus hermanos. He aquí que incluso esos animalillos diminutos, esos bebés recién nacidos que apenas si son un puñado de temblorosa pelusa y media neurona de precaria inteligencia, son capaces de practicar un método tan ingenioso, tan disciplinado y tan solidario, para salvarse de manera colectiva.
Ya digo, para mí el único Dios que me puede caber en la cabeza es este bebé pingüino, este misterio maravilloso de la vida tenaz, esta sabiduría instintiva y formidable. Y lo único que me desconsuela de la contemplación de estos prodigios animales es la comparación con lo que somos. Porque esos pingüinos bobísimos son capaces de ayudarse mutuamente, pero los humanos, tan listos como nos creemos, tan ensoberbecidos como estamos, no hacemos más que destriparnos los unos a los otros en Irak, en Palestina, en Venezuela, en Uganda. No somos los reyes de la creación, sino el peor ejemplo.

No hay comentarios.: